La calavera que gritaba |
F. Marion Crawford |
La he oído gritar a menudo. No, no estoy nervioso, no; no me dejo llevar por la imaginación, y sigo sin creer en fantasmas, a menos que esto sea uno. Sea lo que sea, me odia casi tanto como odiaba a Luke Pratt, y sus gritos me están destinados.
Yo, en lugar de usted, no explicaría nunca una historia referente a los métodos de asesinato más ingeniosos; nunca se puede saber si alguien, sentado en su misma mesa, no siente cierto cansancio de su cónyugue. Me he reprochado a menudo, enérgicamente, la muerte de la señora Pratt, y supongo que tengo alguna responsabilidad en su defunción, si bien, el cielo es testigo, nunca le desee nada que no fuera una larga y feliz existencia. Si yo no hubiera explicado aquella historia, quizás la señora Pratt continuaría con vida. Me parece que es por esto que esa cosa me grita sus amenazas.
La señora Pratt era una buena mujer; tenía, bien mirado, un temperamento agradable y una bella voz. Pero recuerdo haberla oído chillar, un día, al imaginarse que su hijo había fallecido a causa de un disparo; el revolver se había disparado solo, cuando nadie lo creía cargado. Aquel chillido era el mismo, exactamente el mismo, con una especie de trino agudo al final; ¿entiende lo que quiero decir? Claro que sí.
En verdad, yo no había comprendido que el doctor y su mujer no congeniaban. Discutían de tanto en tanto, delante mío, y había observado a menudo que la delicada señora Pratt se enrojecía y se mordía los labios con violencia para conservar la calma, mientras Luke palidecía y la atacaba con palabras arrogantes. Acostumbraba a portarse así cuando iba a párvulos, y también más adelante en las diversas escuelas. Era primo mío, ¿sabe? Por eso he venido. Después de su muerte y de la de su hijo Charlie, en Africa del Sur, la familia entera quedó extinguida. Sí, el lugar es muy agradable, de lo más conveniente para un viejo marino que ha decidido, como yo, pasar el resto de sus días practicando la jardinería.
Se recuerdan siempre los errores con mayor intensidad que las acciones inteligentes, ¿no es cierto? Lo he observado a menudo. Cenaba con los Pratt, cierto atardecer, cuando les expliqué aquella historia destinada a generar tan grandes cambios. Era una de aquellas húmedas noches de noviembre, y la mar gemía. ¡Silencio! Si calla podría oírla...
¿Oye la marea? Su sonido es lúgubre, ¿no? A veces, en esta época del año... ¿eh? ¡Escuche! ¡No tenga miedo, amigo! No será comido. Al fin y al cabo, sólo es un ruido. Pero estoy contento que lo haya escuchado, porque siempre hay quien habla del viento, de mi imaginación, o de cualquier otra cosa. Esta noche ya no volverá a escucharlo, me parece; habitualmente, grita una sola vez. Sí, ¡muy bien! Ponga más leña en chimenea y añada un poco de tabaco a esa mezcla que le gusta. ¿Recuerda el viejo Blauklot, el carpintero de aquel bajel alemán que nos recogió cuando el Clontarf naufragó? Nos batíamos en medio de la tempestad aquella noche, tan cómodos como en un salón, claro, y no había tierra en un radio de quinientas millas. Y, después, llegó aquel navío, que se alzaba y caía con la regularidad del tic-tac de un péndulo. El viejo Blauklot cantaba mientras entraba de guardia en el velero. He pensado a menudo en aquel suceso ahora que me he quedado en tierra para siempre.
Sí, era una noche como aquella; estaba pasando una temporada en casa, a la espera de tomar el mando del Olympia, en la que sería su primera travesía. Transcurría el año 1892, a principios de noviembre.
El tiempo era detestable. Pratt estaba con un humor de perros, y la cena, que era infame, verdaderamente infame, y además estaba fría, para acabar de redondearlo, no contribuía a mejorar el ambiente. La pobre señora estaba realmente desolada por todo aquello, e insistió en prepararnos un pastel de queso que redimiera los nabos demasiado crudos y el cordero poco hecho. Pratt, seguramente, había tenido un mal día. Quizás se le había muerto algún paciente. Fuera como fuese, su comportamiento era bastante antipático.
-Mi mujer intenta envenenarme, ¿sabe? -dijo-. Un día u otro lo conseguirá.
Noté que esta observación había ofendido a la señora Pratt, e hice ver que reía diciendo que la señora era demasiado inteligente para deshacerse del marido con un procedimiento tan elemental; y entonces me puse a hablar de los métodos japoneses: vidrio picado, pelos desmenuzados de caballo, y yo que sé más.
Pratt, siendo su profesión la medicina, conocía el tema, seguramente, mucho mejor que yo, pero aquella superioridad suya me provocó. Les expliqué entonces una historia, la de una irlandesa que había sido capaz de asesinar tres maridos antes que sospecharan nada de ella.
¿Ya ha oído hablar de esta historia? El cuarto marido se las compuso para permanecer despierto y cogerla por sospresa. Fue colgada. ¿Cómo se las ingeniaba aquella mujer? Hacía tragar un somnífero al marido de turno y, cuando éste dormía profundamente, le derramaba plomo fundido en las orejas con la ayuda de un pequeño embudo de cuerno... No, esto es solo el viento que silba. Nuevamente sopla viento del sur. Lo sé por la calidad del sonido. Y, además, el otro sonido nunca se produce más de una sola vez en el transcurso una misma noche, incluso en esta época del año... ¡si llega a producirse! Era también noviembre. La pobre señora Pratt murió, súbitamente, en su cama, poco después de aquella velada. No puedo precisar la fecha, porque la noticia me llegó, en Nueva York, en el navío que siguió al Olympia tras su primer viaje conmigo como capitán. Así, ¿usted mandaba el Leofric aquel mismo año? Sí, lo recuerdo. ¡Qué par de tipos, usted y yo! Ya casi se cumplen cincuenta años desde que éramos grumetes a bordo del Clontarf. ¿Será posible olvidar algún día al viejo Blauklot y su canción? ¡Ja!, ¡ja! ¡Pero sírvase, haga el favor! Éste es el viejo Hulstkamp que hallé en la bodega cuando tomé posesión de la casa..., el mismo que traje de Amsterdam para Luke veinticinco años atrás. Nunca llegó a beber una sola gota. Quizás ahora le sepa mal, ¡pobre chico!
¿Por dónde iba? Ah, sí: le explicaba que la señora Pratt murió súbitamente. Luke debió sentirse muy solo, aquí, tras aquella pérdida. Yo lo visitaba de tanto en tanto. Daba la impresión de estar preocupado, nervioso; me explicaba que su clientela era demasiado numerosa para atenderla él solo, pero se negaba a contratar un ayudante. Pasaron los años. Su hijo encontró la muerte en Africa del Sur, y entonces Luke se convirtió en una persona extraña. No sé qué había en él que lo hacía distinto a los demás. Me parece que continuó en sus cabales hasta su muerte; no hubo quejas contra él por su labor, pero corrieron rumores...
De joven Luke era rubicundo, más bien pálido, y tras la muerte de su hijo comenzó a adelgazar, a adelgazarse cada vez más, hasta el punto que su cabeza asemejó una calavera cubierta de pergamino; los ojos le ardían con un brillo tan extraño que incomodaban a quien los observara.
Luke poseía un perro viejo, que la señora Pratt había querido mucho y que la seguía a todas partes. Aquel magnífico bull-dog era la bestia con mejor carácter del mundo, aunque encogía el labio superior de una forma muy poco tranquilizadora. A veces, durante la velada, Pratt y Bumble (así llamaban al perro) se sentaban y se miraban horas y horas, recordando, sin duda, los buenos viejos tiempos, los tiempos, supongo, cuando la mujer de Luke se instalaba en esta silla de brazos que usted ocupa. Éste fue siempre su lugar, mientras que el doctor se sentaba en la silla de brazos donde estoy yo ahora, Bumble se encaramaba ayudándose con las patas de la silla; se había vuelto viejo y gordo, no podía saltar gran cosa, y los dientes le bailaban cada vez más. Miraba a Luke, directamente a los ojos, mientras éste miraba al perro... Y el rostro de Luke parecía cada vez más un cráneo en cuyo centro brillaran dos brasas con destellos rojizos; a los cinco minutos, a veces menos, el viejo Bumble comenzaba a temblar de un extremo a otro, y, de pronto, dejaba ir un aullido espantoso, como si acabaran de golpearlo, se dejaba caer de la silla y corría a esconderse bajo el bufete, y, allí, gemía de una manera extraña.
El comportamiento del perro no tiene nada de particular para quien recuerde la mirada de Pratt en los últimos meses. No soy nervioso, ni poseo demasiada imaginación, pero creo que podría haber puesto histérica a una mujer demasiado sensible... ¡se parecía tanto a una calavera envuelta de pergamino!
Lo visité el día de Navidad, al atardecer, mientras mi barco se encontraba en dique seco, lo que me dejaba tres semanas de vacaciones. Bumble no estaba, y, durante la conversación, comenté que quizás hubiera muerto.
- Sí -contestó Pratt.
Encontré algo extraño en su voz, no sé qué; lo observé incluso antes que prosiguiera.
- Lo maté; ya no lo soportaba.
Le pregunté por los detalles, aunque ya, más o menos, había entendido.
-¡Tenia una manera de sentarse en la silla y de mirarme, antes de aullar...! -dijo, tembloroso-. No sufrió más, el pobre Bumble -prosiguió, inmediatamente, como si yo pudiera sospechar que había dado pruebas de crueldad-. Le drogué la bebida, para dejarlo profundamente dormido, y después lo cloroformicé poco a poco para que no se sintiera morir. Desde entonces, todo va mejor.
Me pregunté qué había querido decir, ya que las palabras se le habían escapado de los labios como si no hubiera podido contenerlas. Más tarde comprendí. Quería decir que ya no escuchaba el grito con tanta frecuencia, tras la muerte del perro. Quizás creyó, de principio, que se trataba del viejo Bumble, que aullaba a la luna, en el patio..., pero no es el mismo tipo de grito, ¿verdad? Por otra parte, sé lo que es, aunque Luke quizás no lo supiera. Es solo un ruido, al fin y al cabo, y nunca un ruido ha matado a nadie. Pero Luke era más imaginativo que yo. Estoy convencido que este lugar oculta algo que no puedo comprender, pero, cuando no comprendo algo, me digo que se trata de un «fenómeno» y no comienzo a imaginar que me matará, como pensó Luke. No lo entiendo todo, realmente, y usted tampoco; no más que cualquier otro hombre que haya pasado largo tiempo en la mar. Se hablaba de las trombas, pongamos por caso, y no nos poníamos de acuerdo sobre su naturaleza; ahora se habla de «terremotos submarinos» y se exponen cincuenta teorías, que podrían explicar los terremotos si supiéramos qué son. Sufrí uno, un día, y el escritorio pegó contra la mampara de mi cabina. Esto mismo pasó al capitán Lecky; supongo que usted debe haber leído esta historia en su libro Reflexiones. Muy bien. Si este tipo de fenómenos se produjeran en tierra, en esta habitación, por ejemplo, un tipo nervioso hablaría de espíritus, de levitación y de otras tonterías que nada quieren decir, en lugar de clasificar este misterio, sencillamente, dentro la categoría de los «fenómenos» aún pendientes de explicación. Esta es mi opinión, ¿me sigue?
Por otro lado, ¿qué cosa puede demostrar que Luke mató a su mujer? No me atrevería nunca a sugerir una monstruosidad tal a nadie que no fuera usted. Solo una cosa inquieta: la coincidencia de que la pobre señora Pratt muriera en la cama al poco tiempo de la cena donde expliqué aquella historia. No es la única mujer que ha muerto de esta manera. Luke fue a buscar al médico de la parroquia vecina; los dos concluyeron que había muerto a consecuencia de un paro cardíaco. ¿Por qué no? Es un mal muy frecuente.
Había aquello de la cuchara, claro. No he hablado nunca de ello a nadie, y confieso que me sobresalté cuando la hallé en el armario del dormitorio. Era una cuchara nueva, un tanto estropeada aunque no había sido puesta entre las llamas más de un par de veces. Tenía aún, en su fondo, restos de plomo derretido. Era una cuchara gris, manchada de impurezas. Pero esto no demuestra nada. Un médico rural suele ser un individuo avispado que realiza toda suerte de trabajos manuales, y Luke podía haber tenido veinte motivos diferentes para fundir un poco de plomo en una cuchara. Le gustaba pescar en la mar, por ejemplo, y tal vez necesitó un pedazo de plomo para fabricarse una caña; o quizás necesitara un peso para el reloj del salón, o cualquier otra cosa por el estilo. De todas formas, al descubrir la cuchara, sentí en mi interior algo extraño, porque me acordaba de aquello que había descrito al explicar mi historia de asesinatos. ¿Me entiende? La cuchara me impresionó, y de manera negativa. La tiré. Ahora se encuentra en el fondo de la mar, a una milla del Spit y, si algún día la marea la sacara, estaría tan oxidada que nadie la podría reconocer.
Mire, Luke debió haberla comprado en el pueblo, años ha..., y aún hoy, el comerciante que se la vendió no vende de otra clase. Supongo que las utilizan para cocinar. De cualquier manera, no era conveniente que una camarera demasiado fisgona descubriera aquel utensilio manchado de plomo: se habría preguntado de qué iba la cosa, y quizás lo habría contado, en la hora del servicio, que me oyó explicar la historia durante la cena; aquella chica se casó con el hijo del fontanero del pueblo, y podría recordar no pocos detalles.
Usted me entiende, ¿verdad? Ahora que Luke Pratt está muerto y enterrado junto a su esposa, en una tumba de hombre honesto, no me gustaría nada que ciertos acontecimientos ensuciaran su memoria. Los dos están muertos, y también lo está su hijo. Por otro lado, la muerte de Luke está rodeada de un misterio considerable.
¿Qué misterio? Una mañana lo hallaron muerto en la playa. El juez de instrucción abrió una encuesta. El veredicto estableció que había muerto «a manos o entre los dientes de alguna persona o animal desconocidos». La mitad del jurado consideró que, con probabilidad, algún perro le había mordido la arteria traqueal tras lanzarse sobre él; pero no había orificios en la piel del cuello. Nadie sabía a que hora había salido Luke, ni dónde había ido. Lo encontraron tendido de espaldas, sobre las señales de la marea alta; bajo su mano había, abierta por completo, una vieja caja de sombreros, hecha de cartón, que había sido propiedad de su mujer. La tapa había caído. Parecía como si Luke hubiera intentado transportar, en su interior, una calavera... Los médicos suelen aficionarse a coleccionar este tipo de objetos. La calavera había rodado por la arena, y se había detenido junto la cabeza de Luke. Era una calavera bastante bonita, más bien pequeña, admirablemente proporcionada y de un perfecto blanco..., tan perfecto como la dentadura. Más exactamente, la hilera superior era perfecta, ya que, cuando la vi por primera vez, le faltaba la mandíbula inferior.
Sí, encontré aquí aquella calavera, cuando regresé. Era blanca y pulida, como lo son las calaveras que se conservan bajo cristal. La gente, aquí, no sabía de donde procedía, ni qué debían hacer con ella; de nuevo la habían metido dentro de la caja de cartón, y la habían guardado en el armario del mejor dormitorio. Naturalmente, me la enseñaron cuando tomé posesión de la casa. También me llevaron a la playa, para mostrarme el lugar exacto donde habían encontrado el cadáver de Luke; un viejo pescador me describió la posición del cuerpo, como yacía tendido junto a la calavera. Solo un detalle no conseguía explicarse: ¿por qué el cráneo había rodado sobre un terreno fangoso hasta la cabeza de Luke, y no, siguiendo la pendiente, hacia sus pies? En aquel instante el detalle no me llamó en absoluto la atención, pero luego he pensado con frecuencia, porque aquel lugar es considerablente escarpado. Mañana ya le acompañaré, si usted quiere..., allí mismo he alzado un túmulo de piedras.
Cuando Luke cayó, o cuando lo hicieron caer, la caja golpeó contra la arena y su tapa saltó. Su contenido cayó, y debería haber rodado hacia abajo. Pero no. Se encontraba cerca de la cabeza de Luke, casi tocándolo, y parecía mirarlo de frente. Ya he dicho que aquel detalle no me preocupó al principio, pero después no he podido dejar de pensar en ello, cada vez con mayor frecuencia, hasta el punto de imaginarme la escena con tan sólo cerrar los ojos. Comencé a preguntarme por qué aquel maldito objeto había rodado hacia arriba y no al contrario, y por qué se había detenido cerca de la cabeza de Luke y no en cualquier otro lugar, un paso más allá, pongamos por caso.
Naturalmente, usted querrá conocer a qué conclusión he llegado, ¿no es así? Mis conclusiones no explican para nada el fenómeno, no lo explican más que cualquiera de las muchas ideas que he tenido. Pero, al poco, me rondó por la cabeza otra cosa que me inquietó sobremanera.
Oh, ¡no hago intervenir elementos sobrenaturales! Quizás los fantasmas existan, o quizás no. Si existieran, no creo que pudiesen provocar daño alguno a los vivos, como no sea asustándolos; por lo que a mí respecta, preferiría habérmelas con un fantasma, de la manera que fuese, antes que con una niebla en el canal de la Mancha en un día de abundante navegación. No. Aquello que me preocupó fue una idea estúpida, nada más; no sabría decirle cómo nació, ni cómo creció hasta convertirse en una certeza.
Pensaba en Luke y en su pobre mujer, una noche, fumando una pipa, y con un grueso libro entre las manos, cuando me dije que aquella calavera podía ser la de la señora Pratt, y desde entonces nunca he podido quitarme esa idea de la mente. Usted, claro, me dirá que esto no tiene ni pies ni cabeza, que la señora Pratt fue enterrada como buena cristiana, y que descansa en el cementerio de la parroquia; incluso me dirá que es monstruoso suponer que su marido quisiese conservar aquella calavera dentro de una caja de sombrero, justo en medio del dormitorio. Ya lo sé; esto lo dictan la razón, el sentido común y las más elementales probabilidades. Pero estoy convencido de que Luke hizo aquella locura. Los médicos cometen, a veces, extraños actos que pondrían la piel de gallina a personas como usted o como yo, y que no nos parecen ni probables, ni lógicos, ni tan solo humanos.
Y, luego..., ¿no lo entiende? Si aquella calavera era la de la señora Pratt, pobre mujer, la única manera de explicar la actitud de Luke está muy clara: verdaderamente asesinó a su esposa, de la misma manera que aquella mujer de la historia que yo les había explicado, y temía que algún análisis acabara acusándolo. Yo también había explicado este último detalle, ¿sabe usted?, y me parece que todo sucedió de la misma manera que hace cincuenta o sesenta años. Los investigadores exhumaron las calaveras y encontraron un pequeño pedazo de plomo que rebotava en el interior de cada una. Fue por esto que colgaron a aquella mujer. Luke lo recordó, estoy seguro de ello. No quiero saber qué pretendía hacer cuando tuvo aquellos pensamientos; mis inclinaciones no me llevan hacia las historias horripilantes, y no creo que a usted le gusten en especial, ¿no es así? No. Si le gustan, no le costará imaginar lo que falta a mi relato.
Aquello debió ser siniestro, ¿no cree? Me gustaría dejar de ver aquella escena de manera tan clara, dejar de imaginar con tanta precisión lo que sucedió. Pratt ccgió la calavera la noche anterior al entierro, estoy seguro, tras cerrarse el fénetro, cuando la criada se durmió. Apostaría que, tras separar la cabeza del cuerpo, algo puso en el fénetro para substituirla. ¿Qué cree usted que puso bajo la ropa que cubría al cadáver?
¡No me sorprende en absoluto que me interrumpa! Primero le confieso que no deseo saber lo que sucedió, y que odio pensar en historias horripilantes, y comienzo, inmediatamente después, a describirle aquella escena como si yo la hubiese presenciado. Incluso estoy seguro de que Pratt remplazó la cabeza con la bolsa de costura de su esposa. Recuerdo muy bien aquella bolsa que la señora Pratt usaba cada atardecer; era de felpa marrón y cuando estaba bien llena podía llegar al tamaño de..., ¿verdad que me entiende? Pues bien, sí, ¡así sigo! Ríase si quiere, pero usted no vive aquí solo, en el lugar donde todo sucedió, y usted tampocó explicó a Luke aquella historia del plomo fundido. No soy nervioso, lo repito, pero en ocasiones comienzo a entender por qué lo son algunas personas. Pienso en todo esto cuando estoy solo; por la noche sueño con ello y, cuando esa cosa chilla, le seré franco, su grito no me gusta más que a usted, aunque debería estar acostumbrado tras tanto tiempo...
No debería estar nervioso. Navegué en un barco maldito, que tenía un activísimo fantasma, ¡se lo juro! Dos tercios de la tripulación murieron por causa de una fibre maligna antes de haber transcurrido diez días de levar anclas; yo siempre he tenido suerte. No habré visto pocas cosas espantosas; tantas como usted, sin duda, y tantas como cualquier otro marinero. Pero nunca nada me ha obsesionado tanto como esta historia.
¿Sabe?, he intentado librarme de ello, librarme de ese objeto. Pero no se deja. Quiere estar aquí, en su lugar, dentro de la sombrerera de la señora Pratt, en el armario del mejor dormitorio. No está contento en ningún otro lugar. ¿Cómo lo sé? Porque lo he intentado. ¿No pensará usted que nunca lo he intentado? Mientras permanece aquí se conforma con gritar de tanto en tanto, por lo general durante esta época del año, pero si la sacara fuera de la casa, chillaría toda la noche... Ningún criado permanecería aquí más de veinticuatro horas. Incluso con las actuales condiciones, con frecuencia he tenido que depender de mí mismo y arreglármelas solo durante un par o más de semanas. Ya no queda nadie en el pueblo dispuesto a pasar una noche entera bajo este techo; además, resulta impensable vender la propiedad, incluso alquilarla. Las viejas murmuran que, si me quedo aquí, conoceré espantosas desgracias antes no transcurra demasiado tiempo.
Esto no me da miedo. Usted sonríe con la idea misma de que alguien sea capaz de conceder algún credito a estas habladurías. De acuerdo. Tiene razón. Es una estupidez evidente. ¿No le he dicho que tan sólo era un sonido? Pero parece nervioso; mira a su alrededor, como si esperara encontrar un fantasma detrás de su silla.
Quizás me equivoco por completo respecto a la calavera... y me gustaría creer que quizás estoy equivocado... cuando me lo puedo creer. Quizás sea sólo un bello espécimen que Luke recogiera quién sabe dónde, hace mucho tiempo... Y, respecto al objeto que rebota dentro de la calavera al menearla, quizás sólo se trate de una piedrecilla, o un pedazo de tierra endurecida, o alguna otra cosa por el estilo. Las calaveras que han permanecido enterradas por largo tiempo suelen contener algo que hace ruido, ¿no es así? No, nunca he intentado sacar el objeto del interior de la calavera, sea lo que sea. Temo descubrir un trozo de plomo, ¿me comprende? Y, de ser éste el caso, no quisiera conocer la historia... porque deseo no poseer la certidumbre. Si en verdad se tratara de plomo, yo habría asesinado a aquella mujer, como si yo mismo hubiera cometido el acto. Todo el mundo lo entendería así, me parece. Mientras no me halle ante la certidumbre, puedo decirme para mi consuelo que la señora Pratt murió de muerte natural, y que esa magnífica calavera pertenecía a Luke desde sus tiempos de estudiante en Londres. La certeza, creo, me obligaría a abandonar la casa y, cuanto más pienso en ello, más veces me digo que debería abandonarla. Al menos, he abandonado la idea de dormir en el mejor de los dormitorios, aquel donde se encuentra el armario.
Usted me pregunta por qué no he tirado la calavera al estanque; se lo contestaré, pero, hágame el favor, deje de llamarla «espantajo»..., no le gusta nada que le pongan nombres.
¡Escuche! ¡Dios mío, qué chillido! ¡Ya se lo había dicho! Querido amigo, le veo muy pálido. Llénese la pipa, acérquese al fuego, y tome algo más de alcohol. Las bebidas holandesas nunca han hecho daño a nadie. En Java vi como un alemán se bebía medio barril de Hulstkamp, en una sola mañana y sin parpadear. Yo no bebo demasiado, porque con mis resfriados la bebida no me sienta demasiado bien, pero usted no está resfriado y el licor no le causará daño alguno. Además, de noche, allí fuera, está demasiado húmedo. Vuelve a soplar el viento, y pronto girará a sudoeste; ¿oye el golpeteo de las ventanas? La marea debe haber cambiado, si juzgamos por el gemido de la mar.
No habríamos vuelto a oír nada si usted no hubiera dicho aquello. Estoy seguro. Si usted quiere explicar el fenómeno mediante una coincidencia, yo estaré, naturalmente, muy contento, pero desearía que, si no le importa, dejara de poner motes a esa cosa. Quizás la pobre señora Pratt lo oye y los epítetos la entristecen, ¿no cree? ¿Fantasmas? ¡No! No podemos llamar fantasma a un objeto que se puede coger entre las manos y mirar a plena luz del día, y que suena cuando es meneado, ¿no es así? Pero es algo capaz de oír y de comprender. No le quepa la menor duda.
Al instalarme aquí intenté dormir en el mejor dormitorio, porque, sencillamente, aquella habitación era la más cómoda. Pero me vi obligado a abandonar mi idea. Era el dormitorio de los Pratt, allí estaba el lecho donde ella murió, y también, cerca de la cabecera de la cama, a la izquierda, el armario empotrado. Es allí donde la calavera quiere ser guardada, dentro de su caja de sombreros. Solo dormí en aquella habitación durante los primeros quince días tras mi llegada, tuve que dejarla y ocupar el pequeño dormitorio de la planta baja, junto al gabinete de consulta, donde Luke solía pasar la noche cuando preveía que algún paciente lo enviaría a buscar a altas horas de la noche.
En tierra siempre he dormido bien. Ocho horas son mi dosis, desde las once de la noche hasta las siete de la mañana cuando estoy solo, y desde media noche hasta las ocho cuando tengo visita. Pero en aquella habitación no pude conciliar el sueño hasta las tres de la madrugada..., desde las tres y cuarto para ser preciso..., como pude comprobar con mi viejo cronómetro de bolsillo, que aún funcionaba con exactitud; me despertaba a las tres y diecisiete minutos, exactamente. Me pregunto si no será la hora en que ella murió.
En aquel tiempo, el grito aún no era lo que usted ha oído. Con un chillido así no habría permanecido dos noches seguidas en la habitación. Tan sólo era un comienzo de grito, como un gemido, como una respiración acelerada durante algunos segundos, en el armario; era un ruido sordo que, en circunstancias normales, no me habría despertado, estoy seguro. Supongo que en esto usted se me parece, y que, por otra parte, esta peculiaridad es compartida por todos aquellos que hemos navegado por la mar: no existe sonido natural que nos moleste, ni siquiera el estruendo de un velero encarado a una tormenta cuando se escora para luchar mejor contra el viento. Pero si un vulgar lápiz, en un cajon de nuestra cabina, comenzara a rebotar contra la madera, nos despertaríamos al instante, ¿no está de acuerdo?... Usted siempre me entiende. Pues bien, dentro del armario el ruido no era más fuerte que el de un lápiz a la deriva en un cajón..., pero me quitaba el sueño de inmediato.
Ya he dicho que se trataba de una especie de «inicio» de grito. Sé lo que quiero decir, pero es difícil explicárselo sin que crea que desvarío. Naturalmente, usted nunca podrá «escuchar» a nadie «comenzar» a gritar; como mucho escuchará un aliento acelerado entre los labios abiertos, entre los dientes prietos, escuchará un sonido casi inaudible que sale de manera tan súbita como discreta. Pues era así.
Usted ya sabe que, en alta mar, cuando uno está en la barra del timón puede saber cómo reaccionará el bajel con dos o tres segundos de antelación. Los jinetes afirman lo mismo de sus monturas, pero su caso me parece menos extraño porque los caballos son seres vivos y poseen sentimientos, mientras que sólo los poetas y la gente de tierra se atreven a hablar de los barcos como de seres vivos. Pero yo siempre he notado, de una manera o de otra, que un barco, al margen de su valor como máquina que transporta determinadas cargas, es un instrumento sensible y un medio de comunicación entre la naturaleza y el hombre, y entre, más particularmente, la naturaleza y el hombre que se halla en la barra del timón, si la nave es gobernada manualmente. El navío obtiene sus impresiones directamente del viento y la mar, de la marea y las corrientes, y las transmite a la mano del piloto, de la misma manera como, en lo alto del mástil, el telégrafo sin hilos recoge las ondas y las transmite hacia abajo en forma de mensaje.
Puede ver donde quiero ir a parar; percibí que dentro del armario «comenzaba» algo, y con tanta viveza lo percibí que logré escucharlo, aunque quizás no hubiera nada a escuchar y sólo había sido despertado por un ruido nacido de mi mente. Pero el otro sonido sí logré oírlo. Se podría decir que aquel ruido estaba envuelto por una caja, y que sonaba lejano como si llegara en forma de una comunicación telefónica a larga distancia. Sabía que nacía en el armario, cerca de la cabecera de la cama. Los pelos no se me pusieron de punta, ni se me heló la sangre. Sencillamente, me sentía aturdido al ser despertado por algo que no poseía necesidad alguna de sonar, de la misma manera que, a bordo de un navío, un lápiz no tiene necesidad de rebotar en el cajón de la cabina. Por otro lado, no entendía nada. Supuse que el armario comunicaba con el exterior y que el viento, sólo el viento, gemía por la abertura, y había emitido aquella especie de débil chillido. Encendí una cerilla para mirar el reloj. Eran las tres y diecisiete minutos. Después me giré para poder dormirme sobre la oreja derecha. Es la que me funciona. Casi no oigo nada por la otra, desde el día en que, de pequeño, me choqué contra el agua al lanzarme desde lo alto del palo de mesana. El proceso quizás es discutible, lo acepto, pero el resultado es bastante cómodo cuando quiero dormir rodeado de ruidos inoportunos.
Así transcurrió la primera noche; en la siguiente el fenómeno volvió a repetirse, y también las otras noches, no cada noche, pero sí en el mismo instante, segundo más segundo menos. Algunas noches dormía sobre mi oreja sana, otras no. Examiné con detalle el armario sin encontrar fisura alguna por donde el viento pudiera filtrarse: el viento o cualquier otra cosa, ya que las puertas cerraban con precisión, con toda probabilidad para no dejar entrar polillas. Con toda seguridad, la señora Pratt guardaba su ropa de invierno en aquel armario, porque siempre olía a naftalina y alcanfor.
A las dos semanas, ya tuve suficiente de aquellos sonidos; y eso que me había dicho que sería una estupidez dejarme impresionar por tales fenómenos y que sacaría la calavera de la habitación. ¿Verdad que todo parece distinto a la luz del día? Pero aquella voz iba cogiendo fuerza..., supongo que puede hablarse de una voz..., e incluso una noche consiguió llegar a mí por el oído sordo. Lo entendí cuando estuve despierto del todo, porque mi oreja sana, en aquel momento, se hundía en la almohada, y en aquella posición no debería haber sido capaz de oír ni siquiera una sirena. Pero sí escuché aquel grito, y me hizo perder la sangre fría..., o quizás me asustó, porque estos dos estados del alma se presentan juntos a menudo. Encendí la luz, me levanté, abrí el armario, cogí la sombrerera y, con todas mis fuerzas, la lancé por la ventana.
Entonces se me erizaron los pelos. La cosa chilló al volar, como una bala de cañón del calibre noventa. Cayó al otro lado del camino. La noche era muy oscura y pude verla caer, pero sabía que había aterrizado mucho más allá del camino. La ventana se abre justo sobre la puerta de entrada, a quince pasos de la estacada, y el camino tiene una anchura de diez pasos. Un poco más allá hay una gruesa valla vegetal que bordea las tierras pertenecientes al presbiterio.
Ya no pude dormir más aquella noche. Quizás a la media hora de haber lanzado la sombrerera, casi seguro no más tarde, escuché un grito, allí fuera, un grito parecido a los que hemos oído esta noche, pero peor, más desesperado diría. Puede que mi imaginación me la jugara, pero habría jurado que los chillidos se acercaban, se acercaban cada vez más. Me fumé una pipa paseando un buen rato de un lado a otro, luego cogí un libro y comencé a leerlo; pero que me cuelguen si recuerdo lo que leí, ni siquiera el título del libro, porque sonaba, a intervalos regulares, un grito que habría removido un cadáver en su ataud.
Poco antes del alba, alguien llamó a la puerta principal. No había ningún tipo de confusión. Abrí la ventana y miré abajo; esperaba encontrar algún cliente que buscara al doctor, porque la gente, sin duda, creía que el nuevo médico debía vivir en la casa de Luke. Me sentí casi aliviado al escuchar un sonido humano, tras aquellos odiosos chillidos.
Resulta imposible ver la puerta desde arriba, porque la cubre un pequeño porche. Volvieron a llamar, y pregunté quien había. Nadie contestó, aunque el sonido volvió a repetirse. Grité de nuevo, aclarando que el doctor ya no vivía allí. No hubo respuesta, pero me dije que tal vez se tratara de algún viejo campesino que era sordo. Así que cogí la vela y bajé a abrir la puerta. Ya no pensaba en aquella cosa, palabra, y casi había olvidado los otros sonidos. Bajé con la seguridad de encontrar allí fuera, delante de la puerta, alguien que trajera un mensaje. Puse la vela sobre la mesa del recibidor, de manera que el viento no pudiera apagarla al abrir la puerta. Mientras manejaba la cerradura, volvieron a llamar. El sonido no era ya imperioso; parecía, al contrario, vacío y extraño ahora que ya no lo tenía tan lejos. Recuerdo muy bien aquellas sensaciones, pero quiero convencerme de que aquellos sonidos procedían de algún cliente impaciente por entrar.
¡Pues bien, no! Allí fuera no había nadie; pero al abrir la puerta, manteniéndome a un lado para mejor ver al visitante, algo rodó por el suelo y se detuvo tocando mi pie.
Al sentir aquello, volví a cerrar la puerta; sabía lo que era incluso antes de mirarlo. No puedo decirle cómo lo sabía, y aquella seguridad podía parecer irracional, ya que estaba seguro, lo recordaba, de haber lanzado el objeto al otro lado del camino. El dormitorio tiene una ventana con dos postigos que se abren de par en par, y había cogido un buen empuje, bien calculado, cuando lo lancé. Además, al salir, al día siguiente encontré la caja al otro lado de la valla vegetal.
Me dirá usted que quizás la caja se abrió cuando la lancé y que tal vez cayó la calavera. Es imposible, porque nadie puede lanzar una caja vacía a tanta distancia. Esto es indiscutible. Es como intentar lanzar una bolita de papel, o una cáscara de huevo a veinticinco pasos.
Cerré de nuevo la puerta, afiancé la del recibidor, recogí el objeto con mucho cuidado y lo coloqué sobre la mesa, al lado de la vela. Realicé todo esto de forma mecánica, de la misma manera que una persona en peligro logra, sin percatarse de ello, ejecutar los gestos que la conducen a su salvación..., a menos que haga aquello que no conviene hacer. Puede parecer extraño, pero creo que mi primer pensamiento fue si alguien podía llegar en aquel instante, y encontrarme allí, en la entrada, mientras aquella cosa me tocaba el pie, un tanto ladeada, fijándome con uno de sus ojos cavernosos, como si me acusara. Y la luz mezclada con sombras que la vela introducía en sus órbitas las hacía parecer, a la vez, abiertas y cerradas. Después, la vela se apagó inexplicblemente, ya que la puerta volvía a estar cerrada y yo no notaba el más mínimo soplo del viento. Sacrifiqué, con toda seguridad, al menos media docena de cerillas para volver de nuevo a encenderla.
Me senté con brusquedad, sin saber la razón. Había experimentado un intenso miedo, y usted admitirá que no es vergonzoso el estar asustado. La cosa había regresado a su casa y quería subir y volver a meterse dentro del armario. Me quedé sentado en silencio, mirando la calavera, hasta que sentí con intensidad el frío. Después cogí el objeto, lo trasladé al armario y lo coloqué allí dentro; recuerdo, incluso, haberle hablado, prometiéndole devolverlo a su caja a la mañana siguiente.
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